Hace mucho calor. Me gusta más el aire fresco de la sierra, la brisa otoñal del pueblo. Qué limpia está la ventana. Parece agua. Río. Padre a veces va a pescar… luego cenamos truchas. ¿Qué casas son esas que veo a través del cristal? No las conozco. No son como las otras del pueblo. Se lo comento al anciano que está sentado a mi lado. Él asiente… No diviso el campo. ¿Estará detrás de esas casas? Tengo calor… Está anocheciendo. Y yo no estoy en casa. ¿Dónde está madre? Debe estar ya preparando la cena… el anciano me acaricia el pelo. Quizás se siente solo. Yo no puedo quedarme más, madre me está esperando en mi casa. Se lo explico a él, y me responde en tono cansino, pero con dulzura.
-Estás en tu casa. Tu madre no te espera. Pero aquí tienes a tus hijos, míralos, han venido a verte.
Él señala a tres hombres, todos de mediana edad, sentados junto a nosotros, que nos están mirando. Los conozco. Mucho. Los quiero. Pero yo no tengo hijos. Ni siquiera estoy casada todavía. Miro al anciano para decírselo, y entonces reconozco en su rostro sus ojos pardos, su sonrisa. Sé quién es. Anoche bailó conmigo. Pero anoche era joven y bien parecido. Miro a los otros. Se le parecen.
Y entonces lo entiendo. Anoche, al acostarme, les pedí un deseo a las estrellas: compartir mi vida con ese joven. Es magia. Y les regalo a todos la más feliz de mis sonrisas.
(...A mis abuelos.)