
Quizás podría haber escrito un sinfín de cosas bonitas, pero no quise hacerlo.
Podría incluso buscar ahora mismo las palabras más bellas que conozca, sí, las más conmovedoras, y, sin embargo, no voy a hacerlo.
Podría tratar de describir el azote agudo del miedo y la áspera voz de la metralla, resquebrajando el silencio suave que llega con la noche.
Intentaría imaginar cómo se siente el soldadito que permanece firme en su puesto, sosteniendo entre sus dedos la muerte, notando de pronto entumecidas las piernas al ver su propia angustia reflejada en ese espejo humano que es el enemigo. De lo bien que a los dos les enseñaron a odiar a quienes nunca han visto, y de cómo el cielo se tapa la cara con sus dedos de algodón para no verles caer, mientras llora.
Tal vez sería capaz de explicar por qué permanece eternamente quieta esa estatua en la que nos hemos convertido, que lleva tanto tiempo sentada que sus articulaciones se han atrofiado, y el musgo y la hiedra cubren hoy sus ojos y sus oídos, dejando tan solo a la vista unos labios pegados, en una mueca de inerte indiferencia.
Sin embargo, no voy a hacerlo.
Basta, basta ya de palabras vacías.
Porque la guerra la llevan a cabo los que luchan y la respaldan quienes se sientan y la contemplan callando.
Demasiadas cosas se han dicho ya de la paz.
¿Cuándo será el momento en que, además de hablar, nos levantemos,
Podría incluso buscar ahora mismo las palabras más bellas que conozca, sí, las más conmovedoras, y, sin embargo, no voy a hacerlo.
Podría tratar de describir el azote agudo del miedo y la áspera voz de la metralla, resquebrajando el silencio suave que llega con la noche.
Intentaría imaginar cómo se siente el soldadito que permanece firme en su puesto, sosteniendo entre sus dedos la muerte, notando de pronto entumecidas las piernas al ver su propia angustia reflejada en ese espejo humano que es el enemigo. De lo bien que a los dos les enseñaron a odiar a quienes nunca han visto, y de cómo el cielo se tapa la cara con sus dedos de algodón para no verles caer, mientras llora.
Tal vez sería capaz de explicar por qué permanece eternamente quieta esa estatua en la que nos hemos convertido, que lleva tanto tiempo sentada que sus articulaciones se han atrofiado, y el musgo y la hiedra cubren hoy sus ojos y sus oídos, dejando tan solo a la vista unos labios pegados, en una mueca de inerte indiferencia.
Sin embargo, no voy a hacerlo.
Basta, basta ya de palabras vacías.
Porque la guerra la llevan a cabo los que luchan y la respaldan quienes se sientan y la contemplan callando.
Demasiadas cosas se han dicho ya de la paz.
¿Cuándo será el momento en que, además de hablar, nos levantemos,
y hagamos algo?