Lucía Rodríguez González

martes, 15 de febrero de 2011

Lo que conté una vez, micrófono en mano, hace hoy dos años.


Quizás podría haber escrito un sinfín de cosas bonitas, pero no quise hacerlo.

Podría incluso buscar ahora mismo las palabras más bellas que conozca, sí, las más conmovedoras, y, sin embargo, no voy a hacerlo.

Podría tratar de describir el azote agudo del miedo y la áspera voz de la metralla, resquebrajando el silencio suave que llega con la noche.
Intentaría imaginar cómo se siente el soldadito que permanece firme en su puesto, sosteniendo entre sus dedos la muerte, notando de pronto entumecidas las piernas al ver su propia angustia reflejada en ese espejo humano que es el enemigo. De lo bien que a los dos les enseñaron a odiar a quienes nunca han visto, y de cómo el cielo se tapa la cara con sus dedos de algodón para no verles caer, mientras llora.

Tal vez sería capaz de explicar por qué permanece eternamente quieta esa estatua en la que nos hemos convertido, que lleva tanto tiempo sentada que sus articulaciones se han atrofiado, y el musgo y la hiedra cubren hoy sus ojos y sus oídos, dejando tan solo a la vista unos labios pegados, en una mueca de inerte indiferencia.


Sin embargo, no voy a hacerlo.

Basta, basta ya de palabras vacías.


Porque la guerra la llevan a cabo los que luchan y la respaldan quienes se sientan y la contemplan callando.

Demasiadas cosas se han dicho ya de la paz.

¿Cuándo será el momento en que, además de hablar, nos levantemos,

y hagamos algo?

domingo, 13 de febrero de 2011

Desorden mental


Ayer encontraron una felicitación que te regalé en 1995. ¿O era del 94? Uno de esos dos años, de eso estoy segura. Por supuesto yo no me acordaba de tal cosa, pero cuando papá me la ha enseñado... No sé.

¿Sabes? No hago más que darle vueltas a "El Presente" (y al presente también). Te gustó mucho, lo sé. Y te aseguro que me hizo muchísima ilusión que me llamaras expresamente para decírmelo, para preguntarme cómo se me había ocurrido crear un personaje tan malintencionado como el padre de la pobre Sara, para contarme que lo habías leído ya varias veces y que seguirías haciéndolo porque no te cansaba nunca.

Yo sé que no era para tanto. Sé que de no haberlo escrito yo, seguramente te habría gustado mucho menos. Pero eso no me desanima. Lo cierto es que me alegra aún más. Supongo que es porque me importa más el cariño con el que pasaras los ojos sobre esas líneas que la calidad real de un relatillo que, la verdad, no vale mucho. Y solo lamento no haberte escrito muchos, muchísimos más. Y, sobre todo, siento muchísimo no haber escrito La Paparrasolla hace meses. Creo que pensar en que debía darme prisa con ese cuento me daba miedo.

Pero igualmente, quiero terminarlo. O empezarlo de nuevo. Porque todo lo que escriba en adelante, valga más o menos, sea mucho o poco (que, teniendo en cuenta lo perezosa que soy, será más bien poco), será también tuyo, y en cierta manera pensando en tus ojos recorriendo esas líneas, como te imaginé leyendo El Presente.

Todo esto no tiene mucho sentido, está escrito desordenadamente, sin tino. Tampoco me importa. Es... según lo voy pensando. Pero me apetecía decirte estas cosas.

No solo lo ha desatado esa felicitación. Era un pececito coloreado por una niña de tres o cuatro años, el papel estaba amarillento, los colores seguramente mucho menos vivos que cuando te lo llevara. Pero ahí lo tenías. Yo quería hablarte desde hacía mucho, pero hoy... ese pececillo me ha empujado definitivamente a soltar toda esta parrafada estúpida, aquí mismo, porque sí, porque al fin y al cabo, esto no lo lee nadie.

Y es así como acabo de ordenar las ideas. Siempre te ha encantado cualquier minucia que yo hubiera hecho, y lo has guardado y valorado como un tesorillo. No importaba que fuera un pez mal pintado, unos dibujillos hechos a lápiz en alguna sobremesa en que me aburriera, una canción o un relato sobre lo que es el tiempo. Y es que es eso, éso, por encima de todo, lo que me alienta a no dejarlo nunca del todo.

Quiero que sepas que yo también lo tengo todo bien guardado, justo aquí, en mi cabezota, y aquí, en el corazón. Los paseos a Riatas, las risas de que siempre fuera por delante "la andarina", el pez llamado Bella, la emoción de que llegaras a casa, desde los tiempos de Prado Sancho hasta los de Lanzahíta y los del piso nuevo de Ávila. Cuando jugábamos en los bancos de piedra de... ¿era San Andrés?... y la manada de cerdos volando de flor en flor... y el hombre que tiene más ojos que días tiene el año...

En definitiva, tú.

Creo que nunca había deseado tanto que Parménides tuviera razón.

Gracias. Acabaré esa Paparrasolla.