Lucía Rodríguez González

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Cuando seas mayor, lo entenderás.




         

            <<Cuando seas mayor lo entenderás>>, cómo les gusta esa frase a los adultos en casa de Celia, y cuánto la odia ella. Esa ha sido la respuesta a una pregunta que ha hecho hace apenas un minuto, y que por supuesto nadie se ha dignado a contestarle; pues bien, si no quieren que pregunte, ¿por qué hablan de cosas que no entiende delante de ella? Es como ponerse a cocinar en sus narices pero luego no dejarle probar el plato. Sin embargo ella no es demasiado prudente y, aunque sin mucha esperanza, insiste.

-Pero sólo quiero saber quiénes son.

            La madre alza los ojos al cielo y, negando con la cabeza, baja la mirada y continúa comiendo, como si no la hubiera oído, dejándole al padre la responsabilidad de la respuesta. O más bien de la no-respuesta.

-No es nada que a ti te haga falta saber, Celia. Son cosas de la guerra. Y cállate, que están hablando los mayores.


            Esto hace aún más insoportable la curiosidad de la niña, pero conoce bien ese tono terminante de su padre cuando da por terminada una conversación, así que decide no seguir preguntando y se limita a escuchar y atar cabos ella misma.

            <<Maquis>>. Ésa ha sido la palabra de la discordia, esa por la que Celia ha preguntado, porque en su media inocencia aún no sabe qué es eso exactamente. Por el contexto parece ser que son personas, pero personas de las que dan mucho miedo, por cómo habla su madre de ellas. Su padre no parece temerles tanto, pero al aclararle a su hija que están hablando cosas de la guerra, (ese tema que todavía sale alguna que otra vez en las conversaciones, pero normalmente siempre dentro de las casas), ésta ha comprendido inmediatamente el semblante serio y triste que había adoptado la cara de él desde que había surgido por primera vez esa palabra. <<Maquis>>. Suena incluso gracioso. Él no los ha defendido, pero tampoco parece tenerles miedo, ni siquiera odio, y esto ha hecho ponerse nerviosa a la madre, casi enfadarse con él. Es que la madre de Celia siempre es muy precavida, la persona más prudente que Celia ha conocido jamás, de hecho le tiene miedo o al menos respeto a muchas más cosas que la niña, que solo cuenta con siete años. Su madre dice que es porque ha vivido muchos más años que ella, y que en la vida, al contrario de lo que Celia había pensado siempre, no se va perdiendo el miedo con la edad, sino que se aprende a temer cada vez a más y más cosas.


            En todo caso, no tarda en olvidarse de esta cuestión. Tiene ahora cosas más urgentes que hacer. Esas cosas más urgentes consisten en sisar algo de comer en casa para llevárselo al señor raro que ha decidido quedarse ocupando el almiar. Afortunadamente, como no es dada a ese tipo de travesuras, no le cuesta demasiado, tras recoger su plato y su vaso, colarse en la cocina a rebuscar; sus padres continúan hablando y no se han preocupado mucho de ella. Con rapidez se esconde en los sucios bolsillos de su delantal un trozo de pan, un tomate demasiado maduro y una patata blanca, (qué suerte, como dice siempre su padre, vivir en el campo). Y con su pequeño botín, que en esos años es toda una riqueza, se despide apresuradamente de sus padres y se marcha corriendo con la esperanza de que su extraño amigo, si es que así se le puede llamar, siga en el escondite.

-¿Hola? ¿Sigue aquí? ¡Hola!

            Inmediatamente la bronca voz que el día anterior escuchara por primera vez le contesta malhumorada.

-Dios, no, otra vez no. Esta mocosa va a hacer que me maten. ¡Deja de gritar y lárgate!
-Le traigo cosas para comer, ¿no quiere?

            Adentro se hace un breve silencio, o quizás… quizás se oye desde afuera mascullar algo difícilmente inteligible. Pero finalmente, parece que el hambre hace ceder a cualquiera.

-Entra, corre, y deja de armar tanto escándalo.

            Celia mira a su alrededor: no hay ni un alma. En realidad no entiende la obsesión de este hombre por permanecer escondido, al margen del conocimiento de todo el mundo. ¿No tendrá familia? ¿Estará enfadado con ella? Bueno, ella también opta por esconderse cuando se enfada o está triste, pero generalmente no aguanta la soledad más de dos horas seguidas; ni la soledad ni el hambre. Definitivamente… este hombre debe estar muy enfadado.

-¿Qué traes?

            Se saca de los bolsillos el pan, el tomate y la patata, y al hombre le falta tiempo para lanzarse a las manos de la pequeña como un perro hambriento. Sí, realmente por un momento le ha parecido tan triste y humillado como un perro. Antes de que le dé tiempo a hablar, ya ha devorado la mitad del tomate y casi todo el pedazo de pan; finalmente, mientras ella lo contempla en silencio, el hombre se saca una navaja de uno de los bolsillos traseros del pantalón (que, a pesar de la poca luz que llega hasta dentro, le ha parecido a Celia que está ya bastante sucio y algo ajado), y comienza a malpelar la hermosa patata blanca que le ha traído. La niña no termina de decidirse a pedirle a cambio que le cuente el cuento prometido. Finalmente se atreve, cuando empieza a oírle ronchar con indescriptible voracidad la patata cruda.

-¿Va a contarme usted el cuento de la Paparrasolla ahora?

            Un gruñido por respuesta. Celia traga sonoramente, planteándose interiormente por momentos si no debería alejarse un poco más del hombre por si acaso acaba la patata antes de saciarse y continúa comiéndosela a ella.

-Me lo prometió usted, ¿no se acuerda?

            El hombre deja escapar una risotada irónica y da los últimos bocados al pobre tubérculo. Antes de contestar, Celia observa que ha empezado a mirar muy fijamente las propias mondas de la patata. Este señor debe de tener hambre de verdad.

-Yo nunca te he prometido nada. Si me has traído esto es porque tú has querido.

            Celia suspira. No es que esté particularmente sorprendida. Los adultos siempre hacen ese tipo de cosas, ¿por qué iba a ser éste diferente? ¿por esconderse como los niños? A lo mejor no es más que un loco. Sin decir nada, se levanta con todo el peso de su decepción y empieza a salir del almiar a gatas.

-Espera, espérate, niña.

            Contiene la respiración. ¿Se lo habrá pensado mejor? A lo mejor resulta que sí es algo diferente a las demás personas mayores. Bueno, al menos sí es diferente a sus padres, pues al darse la vuelta se da cuenta de que finalmente está masticando también con ansia las mondas de la patata.

-¿Qué quiere?
-Si te cuento esa historia, ¿seguirás trayéndome comida?

            Una frase que ha oído muchas veces en casa se le viene instantáneamente a la cabeza: <<nada es gratis en esta vida, y si algo te lo parece, desconfía>>.

-Sí, aunque tampoco quiero quitarle muchas cosas a mis padres.
-Bueno, menos voy a sacar de aquí. – Celia duda si debe contestar a esto, o si son simples reflexiones del hombre consigo mismo, que parece que también ha empezado a conversar solo. – Tú tráeme lo que puedas.
-Pero tiene que contarme usted sus historias. Si no, no hay trato.

            Él sigue sin parecer muy seguro. Está claro que no termina de fiarse de Celia a pesar de todo.

-Te contaré un trozo de la historia cada vez que me traigas algo de comer. Y también algo de beber, cuando puedas conseguirlo.
-Eso no le hace falta a usted. Pasa por aquí cerca un arroyuelo que tiene el agua muy fresquita, y yo solo me he cogido dolor de tripas una vez.
-Tú consígueme también algo de beber o no te cuento nada.
-Lo intentaré.
-Y no le hables nunca a nadie de que me has visto, de que me conoces, de nada de lo que yo te cuente, ni menciones este sitio, ¿me has entendido?
-Sí señor.
-Te lo voy a decir más claramente. Como me delates, voy por la noche a tu casa y te retuerzo el pescuezo. ¿Estamos?

            Celia no tiene del todo claro de dónde va a sacar “algo de beber” para llevarle a este señor de vez en cuando, pero piensa que ya se las apañará.

-Sí.
-Júramelo por tu vida.
-Se lo juro.
-Y júramelo por Dios y por tus padres.
-Se lo juro por todo, yo no voy a decir nada. ¿Me cuenta ahora la historia?

           
            Es curioso cómo a veces el ser humano es capaz de arriesgarse y rebajarse hasta límites insospechados por cosas que a ojos de otros podrían parecer totalmente innecesarias.
Celia acaba de jurar y de comprometerse a robar (aunque su joven conciencia aún no lo ve exactamente como tal) a cambio de que un completo desconocido le cuente un cuento. Bueno, tal vez sea uno de los pocos caprichos que se ha permitido en su vida, porque a pesar de ser la hija del médico del pueblo, y vivir en el seno de una de las familias que han salido mejor paradas tras la guerra, como dice su padre: si no hay, no hay, y esto es así para todo el mundo. El caso de la decisión del hombre parece en principio meramente material, pero hay algo más detrás de todo. Hay… la soledad. Hay… tener a alguien, después de un tiempo, con quien poder hablar; aunque se trate de una mocosa de siete años que bien poco puede entender aún de la vida. Aunque igual es precisamente eso lo que le ha llevado a arriesgar y fiarse de ella. Pues hay quien dice que si los niños fueran siempre niños, el mundo sería menos oscuro. Y cuando empieza a contar la historia, ese cuento que antaño le transmitiera su abuelo, y que a él le hubieran contado antes, y que al pasar a cada nuevo receptor fue tomando nuevos giros y detalles que en principio probablemente ni siquiera existieron, va a volver interiormente a momentos de su vida que creía totalmente olvidados, que había descartado por completo poder volver a recrear, al margen de los horrores, de la angustia y de la incertidumbre de no saber qué le sucederá mañana, siquiera si podrá seguir preguntándose para entonces por su destino.

            El cuento comienza en un pueblito, uno aún más pequeño que el de Celia, más tranquilo y apartado, perdido entre montañas muy verdes. Es la historia de dos hermanos.


lunes, 17 de septiembre de 2012

"Al otro lado del cuento", (fragmento)



                Cuando los primeros destellos del sol empezaron tenuemente a pintar en tonos malvas y magenta las pocas nubes que ahora quedaban, Martín ya tenía los ojos bien abiertos. Miraba con más atención que nunca el cielo, las montañas, el río que se adivinaba más abajo, tras los esbeltos alisos, y la textura suave de las copas del robledal que se extendía desde el pie del Monte del Este hasta el fondo del valle que lo había visto crecer, y ahora parecía silenciosamente decirle adiós.


Fotografía propia
            A pesar de su corta edad, cuánto amor le tenía a su tierra y cómo echaría de menos el despertar por la mañana viendo lucir dorados los tejados de la aldea, y escuchando a los gallos, primero el del corral del peletero, que vivía, por los fuertes olores que debido a su oficio despedía su taller, a las afueras; y poco después contestaba siempre el de su vecina, mucho más esmirriado, pero orgullo de su corral, y era ese el momento en que Elvira saltaba cada mañana del lecho, como impulsada por un resorte, y se apresuraba a vestirse e iniciar sus tareas diarias. Martín, aunque menores en número, también tenía responsabilidades importantes en casa; era él quien se ocupaba de alimentar a las gallinas y recoger los huevos, de sacar a las tres cabritas y subir con ellas a la ladera. Y por supuesto era él quien solía dar de cenar y cepillar, al llegar la anochecida, a Jimeno, aquel pobre burrito que soportaba desde hacía más de diez años sobre sus nobles lomos de color café el yugo del arado del abuelo, sin pena ni gloria, pero siempre con ese dulzor característico de asno agradecido en sus ojos negros y redondos. Ese animalito sería ahora, y por mucho tiempo, lo único que a Martín y Elvira les quedaría, en lo material, de su vida pasada y del lugar de sus infancias, bien lo sabían ellos, aunque temieran entristecerse al decírselo el uno al otro en voz alta. Y amaneceres mucho más oscuros tendrían que ver levantarse pesadamente sobre sus días, más adelante, aunque esto, claro está, sí que no podían saberlo aún.

            Esa mañana Elvira no se levantó tan enérgicamente como de costumbre. Con un suspiro casi imperceptible, pues no quería perturbar a su hermanito, se obligó a echar abajo las sábanas, ásperas y rozadas a fuerza de los años, e hizo el intento de echar el pie al suelo; pero un último momento de debilidad fue todavía capaz de retener su fuerza de voluntad y, en silencio, se dio la vuelta y abrazó tiernamente a Martín, que, a pesar de su orgullo de hombrecito de ocho años, le devolvió con los ojos apretados el abrazo a su hermana. Ninguno habría sabido decir cuánto tiempo permanecieron así, amarrados, como sin querer desprenderse de algo que se esfumaría en cuanto se soltaran, pero seguramente no fueron más que unos segundos, transcurridos los cuales, Elvira le obligó a abrirlos ojos de nuevo y, tras besarle levemente la frente, lo animó con su joven sonrisa a afrontar el día de las despedidas.

-Arriba, Martín. En marcha.

            Pero aquello más que una marcha era una llegada, y más que una despedida, un comienzo. El comienzo de la aventura que sería el resto de sus vidas.