Lucía Rodríguez González

lunes, 17 de septiembre de 2012

"Al otro lado del cuento", (fragmento)



                Cuando los primeros destellos del sol empezaron tenuemente a pintar en tonos malvas y magenta las pocas nubes que ahora quedaban, Martín ya tenía los ojos bien abiertos. Miraba con más atención que nunca el cielo, las montañas, el río que se adivinaba más abajo, tras los esbeltos alisos, y la textura suave de las copas del robledal que se extendía desde el pie del Monte del Este hasta el fondo del valle que lo había visto crecer, y ahora parecía silenciosamente decirle adiós.


Fotografía propia
            A pesar de su corta edad, cuánto amor le tenía a su tierra y cómo echaría de menos el despertar por la mañana viendo lucir dorados los tejados de la aldea, y escuchando a los gallos, primero el del corral del peletero, que vivía, por los fuertes olores que debido a su oficio despedía su taller, a las afueras; y poco después contestaba siempre el de su vecina, mucho más esmirriado, pero orgullo de su corral, y era ese el momento en que Elvira saltaba cada mañana del lecho, como impulsada por un resorte, y se apresuraba a vestirse e iniciar sus tareas diarias. Martín, aunque menores en número, también tenía responsabilidades importantes en casa; era él quien se ocupaba de alimentar a las gallinas y recoger los huevos, de sacar a las tres cabritas y subir con ellas a la ladera. Y por supuesto era él quien solía dar de cenar y cepillar, al llegar la anochecida, a Jimeno, aquel pobre burrito que soportaba desde hacía más de diez años sobre sus nobles lomos de color café el yugo del arado del abuelo, sin pena ni gloria, pero siempre con ese dulzor característico de asno agradecido en sus ojos negros y redondos. Ese animalito sería ahora, y por mucho tiempo, lo único que a Martín y Elvira les quedaría, en lo material, de su vida pasada y del lugar de sus infancias, bien lo sabían ellos, aunque temieran entristecerse al decírselo el uno al otro en voz alta. Y amaneceres mucho más oscuros tendrían que ver levantarse pesadamente sobre sus días, más adelante, aunque esto, claro está, sí que no podían saberlo aún.

            Esa mañana Elvira no se levantó tan enérgicamente como de costumbre. Con un suspiro casi imperceptible, pues no quería perturbar a su hermanito, se obligó a echar abajo las sábanas, ásperas y rozadas a fuerza de los años, e hizo el intento de echar el pie al suelo; pero un último momento de debilidad fue todavía capaz de retener su fuerza de voluntad y, en silencio, se dio la vuelta y abrazó tiernamente a Martín, que, a pesar de su orgullo de hombrecito de ocho años, le devolvió con los ojos apretados el abrazo a su hermana. Ninguno habría sabido decir cuánto tiempo permanecieron así, amarrados, como sin querer desprenderse de algo que se esfumaría en cuanto se soltaran, pero seguramente no fueron más que unos segundos, transcurridos los cuales, Elvira le obligó a abrirlos ojos de nuevo y, tras besarle levemente la frente, lo animó con su joven sonrisa a afrontar el día de las despedidas.

-Arriba, Martín. En marcha.

            Pero aquello más que una marcha era una llegada, y más que una despedida, un comienzo. El comienzo de la aventura que sería el resto de sus vidas.

1 comentario:

Asylum dijo...

En este estamos ahora... Espero que la maldita vaguería no me venza y sea capaz de terminarlo. Si lo consigo... Será muy especial, y no porque vaya a ser genial, que seguramente no lo sea... Pero sí por quien me inspiró la idea original, que ya no está, y también por las personitas que sin saberlo siguen inspirándome muchas de las historias y personajillos que figurarán a uno y otro lado del cuento.

Emmm... sí, definitivamente tengo que obligarme a terminarlo. :)