Lucía Rodríguez González

sábado, 19 de octubre de 2013

De duendes [fragmento de 'Al otro lado del cuento']


Y entonces lo supo, y por infantil que pudiera parecer, en su corazón no cupo duda: era un duende. Aquellos ojos aceituna, enormes y relampagueantes, asomándose tras la cortina cobriza que lo cubría casi por completo: la carita, tan diminuta; los dedos, larguísimos y nudosos, enroscados como ramas de enredadera a los barrotes. Había algo en aquella criatura que le hacía refulgir como fuego fatuo, pero sin muerte. Como llama, pero sin quemar. Ni siquiera habría sabido decidir si el ser era bello o feo. Pero brillaba. Sin luces, sin lumbre, sin más astros alrededor que aquél que los sostenía, sin más calor que el que inspiraba la curiosidad de aquellas pupilas como pozos. Pero brillaba. Simple, implacable, mágicamente… brillaba.



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